Y San Valentín se fue otra vez. Otro
año más donde por un día podemos polarizarnos entre los lovers y los lover-haters
(los también llamados grinch). Es el
día de aquellos que aprovechan, aunque sea como única oportunidad en el año,
para salir a las calles agarrados de la mano de sus parejas, comprar flores y
regalar el globito que será exhibido orgullosamente. Las ventas de condones se
disparan, los “telos” están llenos y tu Facebook
se convierte en un foco de diabetes virtual por tantas fotos y corazoncitos. El
amor está en el aire -y también en tu billetera.
Soy un lover-hater
más que confeso. Año tras año esta fecha se convierte en una lucha contra el
amor en el ambiente, contra las exhibiciones más clichés y más parametradas que
puedan haber; la gran mayoría son salidas de las películas tipo chick-flicks, donde las pruebas de amor soñadas
son refrendadas en las caras de las jóvenes mujeres para darles el mensaje de que
esas son las cosas que deberían esperar de sus machos alfa. “Si de verdad te quiere, él [deberá]…”.
He pasado esta fecha tanto soltero como en pareja y, francamente,
ninguna ha tenido un sabor diferente; sigue siendo un día más. Cualquier día
puedes entregar un detalle, decir unas palabras o mostrar tu afecto hacia la
gente que quieres. Ah, pero el 14 de todas maneras tienes que hacerlo y esforzarte.
La presión social es enorme y aún mayor para los hombres. Ver a una mujer con
un globo y flores nos lleva a pensar instintivamente que se los han regalado; ver a un hombre con las mismas cosas implica pensar que se las va a entregar a
alguien. San Valentín pasó a ser la fecha donde socialmente estás compelido a
dar algún regalo con alguna salida. Que la mujer no entregue algo, normal; viceversa
implica tu muerte.
Algunos podrán pensar que muchos solteros nos oponemos
a esta fecha porque precisamente estamos sin pareja. Como no estamos envueltos
en la magia del amor, no tenemos con quien celebrar y nos arde ver al resto
felices mientras otros caminan con saltos agarrados de la mano, rodeados de mariposas
y con un enorme arco iris de fondo bajo el atardecer. Pues no señores, a la gente como nosotros tanto
algodón de azúcar nos empalaga, tanta cursilería artificial en un día es una
bofetada a nuestro sentido común. ¿Qué celebran? ¿El día del amor y la amistad?
Eso les dijeron que celebren, pero, ¿realmente saben por qué y para qué lo
quieren celebrar? ¿Celebrar exactamente qué? ¿Y por qué justo en esa fecha?
Tanta muestra y exhibicionismo masivo degenera en una
competencia improvisada de un día por demostrar qué tan feliz deseas aparentar
que eres, por enseñarle al resto tus regalos, por decir “miren todos lo que me
han dado y cuánto me quieren [y colabórenme con sus muestras de aprobación y
admiración, por favor]”. Es un día que no está libre de envidia (yo también
quiero lo que veo que tiene el resto). A algunos les viene la nostalgia, a
otros la sensación de incomodidad por estar sin pareja. Estas cosas son contra las
que nosotros los grinch nos
manifestamos; preferimos ser auténticos y quedar como renegados sociales que hacer
algo porque es “lo que toca”. No envidiamos, sólo observamos con compasión y
displicencia cómo ustedes son contagiados por el virus de un día.
Tal vez el mejor San Valentín sea el que no existe. Ese
que se prolonga por 365 días, ese de la elección personal y no el de la presión
social; ese que contenga tonterías de todos los días como palabras de afecto,
abrazos y agradecimiento por el tiempo compartido; ese amor de los pobres de billetes
que consiste en afecto humano; ese amor de los grinch de San Valentín, de los que queremos cuando nos nace y no
cuando nos dicen que tiene que nacer.
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