Hubo una época en la que no sabía qué
hacer con mi vida. Era el año 2010. Estaba a puertas de graduarme de la
universidad y tenía claro que la vida de abogado no era lo que quería, pero era
una gran incógnita a lo que quería dedicarme. Una carrera jugando videojuegos desde
la comodidad de mi hogar no era posible, así que, aprovechando mi calidad de
residente en Estados Unidos (o sea, como peruano con Green Card - “¿manyas?”), cogí mis maletas, vacías de sueños y ambiciones, y me
fui a encontrar con mi madre; fui a buscar futuro y a buscar respuestas para
mi vida.
Para
construir el “sueño americano” (que en realidad debería ser llamado sueño
estadounidense), es necesario tener plata, tener “guita”, “fichas”, “washingtones”…
Cual muchacho que sale del colegio y no sabe qué estudiar, empecé a trabajar,
a producir. Caí en un restorán de comida italiana.
Se
llamaba “La Veranda”. Un lugar muy simpático, que más parecía una dependencia
de las Naciones Unidas por la cantidad de diversas nacionalidades que había entre los empleados:
griegos, brasileños, haitianos, peruanos, estadounidenses, argentinos, un colombiano,
un boliviano, un filipino, un español, y por supuesto, italianos.
Alguna
vez me dijeron que para trabajar en un restorán había que estar loco, porque
sólo los locos aguantarían un trabajo así. Debo haber tenido algo de locura en
aquel entonces porque encajé muy bien en ese mundo, el cual recuerdo con mucho
cariño.
Benito,
un menudo español cincuentón, con corte ochentero y con un marcado acento de la
Madre Patria, el cual años hablando inglés no pudieron menguar, fue uno de los primeros
en darme la bienvenida. Escucharía repetidas veces este saludo, muy típico de él, particularmente por la
forma de pronunciar mi nombre: “[Alonsho], ¿qué cuentas? ¿Todo bien?”.
A
mi amigo lo recuerdo como todo un personaje. Original de Galicia, amante del
fútbol (fervoroso y verdadero hincha de ese otro equipo de la ciudad de Madrid:
Atlético de Madrid), era todo un caballero y maestro en el arte de servir… porque
servir a otros es un privilegio de pocos, algo que es muy distinto a ser
servil. Su metro sesenta y pasos cortos le daban ese andar particular que hacía
confundir los ambientes del restorán con una pista de baile. Sus cánticos
gallegos, acompañados de palmadas, emulando el sonido de castañuelas, eran su
sello de fábrica, pero nada más peculiar que su “joder, macho” o su automatismo
para responder “shi” a todo. Me volví asiduo imitador de estas palabras, como buen “sudaca”
seseante.
Sólo en esta ocasión le atinó con la nacionalidad... |
De
Benito aprendí mucho: desde servir una botella de vino, a estar tranquilo en
momentos de rush y, sobretodo, a
disfrutar de mi trabajo con una sonrisa. Al chaval nunca lo vi molesto ni
tensionado, y era uno de los mozos más solicitados por los clientes. Él no
servía mesas, él brindaba experiencias.
Los
momentos más graciosos eran antes de abrir, cuando Benito conversaba con uno de
los dueños, el Sr. Piero, y le bromeaba respecto a las cosas que hacían los
italianos o cuando, al ver a un negro en la televisión, decía en voz alta que
seguramente ese era italiano, para luego preguntarle, para incredulidad de
Piero, de qué parte de Italia era. Luego de las charlas sobre italianos, siempre
se dirigía a su “oficina”, la cual estaba ubicada en la salida trasera del
restorán, donde siempre se apoyaba con una pierna en alto sobre alguna caja de
vino que iría a la basura, a fumarse un cigarro.
Era
el año 2012 y ya sabía lo que quería hacer con mi vida. Había decidido volver a
mi tierra, a convertirme en coach y
hacer patria. Mi vida en “La Veranda” terminaba, era hora de volver y dejar
atrás un estilo de vida, rutinas, amistades y muchas anécdotas. Siempre
recordaba a mi pequeño amigo a través de su equipo: el Atlético de Madrid.
Imaginaba cuánta alegría estaría sintiendo al ver, por fin, al equipo de sus
amores, campeonar La Liga, luego de tantos años de fracasos, frustraciones y de
amor masoquista.
Hace
unos días me llegó la noticia que Benito había fallecido. No fue algo
inesperado pues ya venía delicado de salud desde hace varios meses, haciéndole frente a
una enfermedad. Su proceso y decaimiento fueron largos, lentos y dolorosos.
Benito ya no era el mismo, parte de sí se iba esfumando poco a poco entre los
medicamentos y tratamientos. “Benito ya se fue, ya descansa” me dijo mi mamá.
Me limité a asentir en silencio a través del teléfono. Una parte de mí sentía
alivio por él y otra parte empezaba a recordar anécdotas sobre él. Lo veía
jovial, alegre y cantando. Es así como deseo recordarlo.
No
tuve la oportunidad de despedirme de ti, chaval, pero estoy tranquilo. En mi
memoria siempre te mantuviste en tu mejor versión. Seguramente ahora estarás
cantándole al de arriba alguna de esas canciones gallegas cuyas letras nunca
pude aprenderme o quién sabe qué. Estoy seguro de que ya estás en un lugar mejor. Ojalá
estas palabras en tu honor te lleguen en forma de buenas vibras y energía.
Hasta
pronto, macho. Muchas, muchas gracias por todo.
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