Friday, October 28, 2016

Mi amigo Benito


Hubo una época en la que no sabía qué hacer con mi vida. Era el año 2010. Estaba a puertas de graduarme de la universidad y tenía claro que la vida de abogado no era lo que quería, pero era una gran incógnita a lo que quería dedicarme. Una carrera jugando videojuegos desde la comodidad de mi hogar no era posible, así que, aprovechando mi calidad de residente en Estados Unidos (o sea, como peruano con Green Card - ¿manyas?), cogí mis maletas, vacías de sueños y ambiciones, y me fui a encontrar con mi madre; fui a buscar futuro y a buscar respuestas para mi vida.


Para construir el “sueño americano” (que en realidad debería ser llamado sueño estadounidense), es necesario tener plata, tener “guita”, “fichas”, “washingtones”… Cual muchacho que sale del colegio y no sabe qué estudiar, empecé a trabajar, a producir. Caí en un restorán de comida italiana.




Se llamaba “La Veranda”. Un lugar muy simpático, que más parecía una dependencia de las Naciones Unidas por la cantidad de diversas nacionalidades que había entre los empleados: griegos, brasileños, haitianos, peruanos, estadounidenses, argentinos, un colombiano, un boliviano, un filipino, un español, y por supuesto, italianos. 


Alguna vez me dijeron que para trabajar en un restorán había que estar loco, porque sólo los locos aguantarían un trabajo así. Debo haber tenido algo de locura en aquel entonces porque encajé muy bien en ese mundo, el cual recuerdo con mucho cariño.


Benito, un menudo español cincuentón, con corte ochentero y con un marcado acento de la Madre Patria, el cual años hablando inglés no pudieron menguar, fue uno de los primeros en darme la bienvenida. Escucharía repetidas veces este saludo, muy típico de él, particularmente por la forma de pronunciar mi nombre: “[Alonsho], ¿qué cuentas? ¿Todo bien?”.


A mi amigo lo recuerdo como todo un personaje. Original de Galicia, amante del fútbol (fervoroso y verdadero hincha de ese otro equipo de la ciudad de Madrid: Atlético de Madrid), era todo un caballero y maestro en el arte de servir… porque servir a otros es un privilegio de pocos, algo que es muy distinto a ser servil. Su metro sesenta y pasos cortos le daban ese andar particular que hacía confundir los ambientes del restorán con una pista de baile. Sus cánticos gallegos, acompañados de palmadas, emulando el sonido de castañuelas, eran su sello de fábrica, pero nada más peculiar que su “joder, macho” o su automatismo para responder “shi” a todo. Me volví asiduo imitador de estas palabras, como buen “sudaca” seseante.


Sólo en esta ocasión le atinó con la nacionalidad...


De Benito aprendí mucho: desde servir una botella de vino, a estar tranquilo en momentos de rush y, sobretodo, a disfrutar de mi trabajo con una sonrisa. Al chaval nunca lo vi molesto ni tensionado, y era uno de los mozos más solicitados por los clientes. Él no servía mesas, él brindaba experiencias.


Los momentos más graciosos eran antes de abrir, cuando Benito conversaba con uno de los dueños, el Sr. Piero, y le bromeaba respecto a las cosas que hacían los italianos o cuando, al ver a un negro en la televisión, decía en voz alta que seguramente ese era italiano, para luego preguntarle, para incredulidad de Piero, de qué parte de Italia era. Luego de las charlas sobre italianos, siempre se dirigía a su “oficina”, la cual estaba ubicada en la salida trasera del restorán, donde siempre se apoyaba con una pierna en alto sobre alguna caja de vino que iría a la basura, a fumarse un cigarro.


Era el año 2012 y ya sabía lo que quería hacer con mi vida. Había decidido volver a mi tierra, a convertirme en coach y hacer patria. Mi vida en “La Veranda” terminaba, era hora de volver y dejar atrás un estilo de vida, rutinas, amistades y muchas anécdotas. Siempre recordaba a mi pequeño amigo a través de su equipo: el Atlético de Madrid. Imaginaba cuánta alegría estaría sintiendo al ver, por fin, al equipo de sus amores, campeonar La Liga, luego de tantos años de fracasos, frustraciones y de amor masoquista.





Hace unos días me llegó la noticia que Benito había fallecido. No fue algo inesperado pues ya venía delicado de salud desde hace varios meses, haciéndole frente a una enfermedad. Su proceso y decaimiento fueron largos, lentos y dolorosos. Benito ya no era el mismo, parte de sí se iba esfumando poco a poco entre los medicamentos y tratamientos. “Benito ya se fue, ya descansa” me dijo mi mamá. Me limité a asentir en silencio a través del teléfono. Una parte de mí sentía alivio por él y otra parte empezaba a recordar anécdotas sobre él. Lo veía jovial, alegre y cantando. Es así como deseo recordarlo.


No tuve la oportunidad de despedirme de ti, chaval, pero estoy tranquilo. En mi memoria siempre te mantuviste en tu mejor versión. Seguramente ahora estarás cantándole al de arriba alguna de esas canciones gallegas cuyas letras nunca pude aprenderme o quién sabe qué. Estoy seguro de que ya estás en un lugar mejor. Ojalá estas palabras en tu honor te lleguen en forma de buenas vibras y energía. 



Hasta pronto, macho. Muchas, muchas gracias por todo.



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