Imagina levantarte de lunes a viernes a la
misma hora, ir al baño a lavarte los dientes, regresar a tu cuarto a cambiarte,
tomar desayuno con un ojo mirando el reloj y pendiente de la hora. Imagina
salir todas las mañanas a pelear contra el tráfico de inicio de día, ya sea
detrás de un volante o abordando una unidad de transporte público, durante
media hora o una hora si fuera el caso. Llegas a marcar tarjeta, para luego
esperar la hora del almuerzo y calentar tu comida o ir a ver qué prepararon de
menú. Pasado el almuerzo es hora de luchar contra el sueño de la digestión y
esperar la hora de salida. Ya es casi de noche, y probablemente es momento de
ir a casa para descansar. Mañana tocará hacer lo mismo, hasta que llegue el fin
de semana. Y así llegará el fin de mes; hora de recoger esa cantidad de dinero
por la cual estás intercambiando tu tiempo y tu energía. Y así sucesivamente,
durante varios años. Esa jugosa jubilación estará cada vez más cerca.
Hora de empezar... |
Escuché
una frase que decía que “el cerebro trabaja desde que se levanta hasta justo
antes de llegar al trabajo”. Por algún motivo me gustó y la recordé. Y es que
nunca apunté a tener un trabajo con un horario fijo de lunes a viernes, a
cambio de un pago mensual. Por supuesto que he pasado por ello, y si bien tiene
muchas virtudes, la “estabilidad” nunca fue algo que haga que busque asentarme
en un lugar ni visualizarme haciendo lo mismo durante años.
Creo
que en gran medida se debe a que crecí viendo un modelo diferente. Mi padre
pasó muchos años de su vida llevando un trabajo “estable”. Salía muy temprano de
casa y retornaba en la noche a descansar para iniciar la misma rutina al día
siguiente. En mi mente infantil de aquel entonces, esto era lo normal, no tenía
otro modelo además de ese. Luego, por distintas situaciones, mi padre pasó a
trabajar en un rubro diferente, pero esta vez como independiente. Más allá de
las premuras económicas que esto conllevó, siempre tuvo un valor enorme para mí
el ver que era dueño de su agenda, el ver que había días donde podía pasarlos
trabajando desde casa, o salir a unas cuantas reuniones para luego volver. Cada
día era diferente, en cuestión de horarios, obligaciones y compromisos. Vi ese “modelo
de vida” y encajé inmediatamente con él. No me extraña esto ahora. Mirando lo
que fue mi vida (y la de todos, excepto de dos personas que conozco que se
educaron en casa), desde que tengo uso de razón todo ha sido una rutina. No trabajaba,
pero tenía que ir al colegio de lunes a viernes, en los mismos horarios, siguiendo
el mismo camino de ida y de retorno. Esto ocurrió durante los 11 años de
colegio (uno o dos más si por ahí alguien fue repitente). Naturalmente, a mis 17
años, ya estaba podrido de las rutinas y al ver que mi padre tenía un “modelo laboral”
diametralmente opuesto al que mi vida conocía, decidí que eso era lo que quería
para mí también: trabajar desde casa, de forma independiente, manejando mis
horarios y teniendo cada día diferente al anterior.
Por
supuesto que todo quedó en pensamientos porque también pasé un tiempo breve
trabajando de manera “estable”. Es curioso que, al recordar estos eventos, más
sentido me haga la frase de líneas arriba, porque no recuerdo al detalle aquellos
días donde mi mente se apagaba al llegar al respectivo “laburo”. Claro que tuve
buenos momentos, muchas anécdotas y por ahí algunos amigos, pero de alguna
forma sentía que ese sueldo a fin de mes me hacía perder algo más de lo que
podía ganar.
No
pretendo dar el mensaje de que está “mal” o que trabajar bajo rutinas y
horarios fijos sea lo peor de este mundo. Conozco a muchas personas que vienen
trabajando bajo este sistema durante años, y están satisfechos con ello. Simplemente
creo que no es lo mío. Hay cosas que ni MasterCard puede comprar, y es la
sensación de libertad. Pero, para no ser injusto con el modelo “estable”,
enunciaré algunas ventajas que pueden venir a mi mente: (…)
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